El ejemplo de John Akhwari en el Maratón de México 1968
Durante la maratón de los Juegos Olímpicos de México 1968, mientras todos posaban la mirada sobre Abebe Bikila, el corredor descalzo (doble defensor del oro olímpico) que iniciaría 8 años antes el reinado africano en las carreras de fondo, se gestó una de las historias más maravillosas del olimpismo moderno. John Stephen Akhwari, hasta allí un ignoto atleta tanzano, lejos de estar entre los candidatos finalizó la sofocante prueba una hora y cinco minutos después que Mamo Wolde, quien finalmente se quedó con la presea dorada con un registro de 2h20m26s, escoltado por el japonés Kimihara y el neozelandés Ryan.
Por tercer Juego consecutivo, un atleta etíope estaba en lo más alto del podio. Una vez más el himno del país africano marcaba el pulso en la prueba de clausura de un Juego Olímpico. Mientras el público celebraba a los líderes, a varios kilómetros, Akhwari, ya a oscuras y acompañado por las luces de los patrulleros que lo escoltaban, arrastró su pierna derecha con evidentes síntomas de agotamiento. No quería ser uno más de los atletas que finalmente abandonaron la carrera (en total, 18 de 75 maratonistas no terminaron). Una vez adentro del estadio olímpico, enfundado en los colores de su país y el dorsal 36 pegado en el pecho, volvió a correr.
Y el público, que todavía se encontraba dentro del estadio, bramó. Akhwari, exhausto y con evidentes síntomas de deshidratación, al cruzar la meta se desplomó. Otro ganador, un rey sin medalla, merecía el aplauso. Según su propio relato, a la altura del kilómetro 19 sufrió una caída que le provocó una seria lesión en la rodilla derecha, además de dislocarse un hombro. A pesar de todo, Akhwari continuó. Como pudo, siguió durante más de 22 kilómetros. Su meta estaba cada vez más cerca. Sin prisa pero sin pausa avanzó.
Lejos de buscar convertirse en héroe, el tanzano fue el verdadero protagonista de la prueba de cierre, hasta por encima de los vencedores. En sus palabras se resume el verdadero espíritu de un atleta: “Mis padres me dijeron que lo que uno empieza hay que acabarlo. Mi país no me ha enviado a diez mil millas de distancia para empezar una carrera, me enviaron para terminarla”.